Cuadernos de Hiroshima, por Kenzaburo Oé. (Segunda entrega)

Por Francisco Laborde

Breve introducción

6 de Agosto, 8:15 de la mañana. La vida se detuvo en Hiroshima tal como lo muestra este reloj de pulsera. Foto: AP. Archivo de las Naciones Unidas.
6 de Agosto, 8:15 de la mañana. La vida se detuvo en Hiroshima tal como lo muestra este reloj de pulsera. Foto: AP. Archivo de las Naciones Unidas.

En la primera entrega, compartimos los propósitos generales de los Cuadernos de Hiroshima, de Kenzaburo Oé, e información básica sobre la explosión nuclear y los efectos de la radiación en los seres vivos. Dimos entonces con los primeros testimonios de los hibakusha, los sobrevivientes del bombardeo atómico.

A continuación, compartiremos más historias de víctimas comunes, japoneses medios que impresionaron a Oé por su carácter moral, por la profunda dignidad humana contenida en su conducta. Se trata de relatos de víctimas y, principalmente, médicos sobrevivientes que, de inmediato, montaron el primer laboratorio para estudiar los efectos de la radiación en seres humanos, un fenómeno que la humanidad ni había enfrentado, ni conocía siquiera. Entre los relatos incluimos, como apéndice, la historia del propio Kenzaburo Oé, su relación con la bomba atómica.

Las cicatrices queloides

“… solo podía pensar su cuerpo como terreno de reparaciones,
es decir, como algo que no existe, sino que está preparándose para existir.”
Jorge Baron Biza
(El desierto y su semilla)

Las cicatrices queloides simbolizan la belleza perdida. Causaron a las víctimas de la explosión atómica que las sufrieron, en muchos casos, una profunda vergüenza que amuralló su existencia. Debido a sus rostros desfigurados, fue muy numerosa (el doctor Shigetô, al que nos referiremos más adelante, las cuenta “en miles”) la cantidad de mujeres jóvenes que se confinaron a sus habitaciones, y recluidas se negaron a recibir atención o protección adecuada. Murieron, así, deprimidas y más rápidamente.

Se veían imposibilitadas para encontrar pareja, su vida social había sido amputada. Esta consecuencia, aparentemente menor, estética, fue extremadamente dolorosa para las personas, que no salían a las calles para evitar sentirse humilladas por las miradas curiosas de los demás, o se sometían a inacabables procesos de cirugía reconstructiva. “Vivir atrapado entre un pasado perdido y frente a una desesperanza amenazadora puede llevar a una persona a sufrir una profunda neurosis.”[1]

En Los Ríos de Hiroshima, una revista publicada por el Grupo de Madres de Hiroshima contra las Armas Nucleares, y que recoge testimonios de las víctimas, Oé da con diversos relatos de personas mayores que perdieron a sus familias. Por el siguiente sabemos de un hombre joven y avergonzado de sus cicatrices queloides:

Aquella enfermedad fue tan atroz que sólo contemplarla nos daba pena. Mi hija Nanako tenía enormes ansias de vivir por el bien de su hijo Mamiko, recién nacido (…), pero al final no pudieron salvarla. Y eso no es todo. Después de que Nanako muriese, yo aún conservaba a mi hijo mayor, Hiromi, de veintiséis años. Tenía cicatrices queloides en las manos y en la cabeza. Por esa razón no podía casarse y por eso trató de suicidarse en varias ocasiones.[2]

La inversión de lo natural

Este otro testimonio, también tomado de Los Ríos de Hiroshima, es el relato de otra persona mayor:

Mis dos sobrinas del distrito de Toriya pudieron escapar con vida, pero lo hicieron completamente desnudas. Pasaron la noche en Eba [a 4,5 km al Sur del epicentro de la explosión], y alguien les ofreció una yukata, uno de esos quimonos de verano, que rasgaron en tiras para envolverse el cuerpo. Tenían un aspecto tan lamentable que el casero las despreció como si se tratara de infectadas. La más joven murió primero. Después la mayor. Antes de fallecer me rogó: “Tía, mátame antes de que me convierta en algo tan espantoso como ella”. Aquellas dos criaturas jóvenes murieron dejándome a mí, la anciana, completamente sola.[3]

Este testimonio y el inmediato anterior encierran una misma pena: “una persona anciana tiene que sobrevivir sola, mientras los jóvenes están todos muertos. ¿Cuántas veces habré escuchado ese reproche tan repetido en Hiroshima sobre la inversión natural de la muerte? En la mirada de los que se lamentan no se aprecia tanto miedo como, me atrevo a decir, una especie de vergüenza. Eso es lo que más me estremece.”[4]

El problema de la segunda generación

Una madre joven, expuesta a la bomba atómica cuando apenas era una recién nacida, muere a los 18 años con el deseo insatisfecho de una vida normal, aquejada por una leucemia mieloide aguda. Murió como muchas otras madres jóvenes víctimas de la bomba atómica, poco después de dar a luz a un niño normal.

“Esas madres soportaban una doble preocupación: que sus hijos pudieran sufrir alguna secuela y que ellas mismas pudiesen morir por alguna enfermedad derivada de la bomba después del parto. A pesar de todo, la chica que estaba al final de su adolescencia se enamoró, se casó y tuvo un hijo. Creo que ese coraje frente a una preocupación desesperada se puede definir como algo verdaderamente humano.”[5]

Cuando Kenzaburo Oé escribió estas crónicas, el gran fantasma, las consecuencias aún desconocidas de la bomba atómica, giraban en torno a la siguiente generación de pacientes. La inquietante cuestión de las posibles alteraciones genéticas en los hijos de las víctimas de la bomba atómica recién comenzaba a ser planteada.

Otra madre, también joven, “dio a luz a un niño deforme sin vida. La madre, víctima también de la bomba atómica, había sufrido quemaduras que derivaron después en cicatrices queloides. Ella se había preparado para lo peor. A pesar de todo, quiso ver a su bebé. Cuando el doctor se lo impidió, le pidió a su marido que fuera él en su lugar. El hombre fue a verlo y se encontró con que el personal del hospital ya se había deshecho del cadáver. La joven madre se lamentó: Si sólo me hubieran dejado ver a mi bebé, eso me habría dado coraje. Me sentí abatido al escuchar la palabra coraje entre sus afligidas y desesperanzadas palabras. (…) [E]l hecho de que rechacen el aborto y elijan seguir adelante con sus embarazos demuestra una valentía que me llega a lo más hondo del corazón.”[6]

Madre e hijo luchando por seguir adelante, un día después de la caída de la bomba en Nagasaki. 10 de agosto de 1945. Foto: AP
Madre e hijo luchando por seguir adelante, un día después de la caída de la bomba en Nagasaki. 10 de agosto de 1945. Foto: AP

Los médicos, esos héroes silenciosos.

Hasta el 6 de agosto de 1945, cuando el ser humano arrojó la bomba atómica, no hubo necesidad de preguntarse sobre los efectos de la radiación en las personas. El laboratorio de las enfermedades humanas derivadas de la radiación fue Hiroshima. Los médicos carecían, lógicamente, de conocimientos específicos sobre radioactividad, y debieron basar su trabajo creativo en el ensayo y el error. Al igual que los pacientes que agonizaban entre sus brazos, desconocían la causa del dolor y de los síntomas, que muchas veces compartían. Medicina de contaminados para contaminados.

La Ordenanza de Rescate de Defensa Aérea (1943) obligaba a los médicos, dentistas, farmacéuticos, parteras y enfermeras, a quedarse en la ciudad ocurrido un desastre. No fue necesario, sin embargo, hacer cumplir esta norma. Voluntaria e inmediatamente, los hibakusha, especialmente los médicos, “se consagraron a su tarea sin necesidad de que nadie se los ordenase, y cumplieron debidamente con todas las actividades relacionadas con el socorro de las víctimas.”[7] Al momento de la explosión, había 298 médicos en Hiroshima, de los cuales 60 murieron de manera inmediata, y muchos otros en los días sucesivos. El personal sanitario sobreviviente contaba con 28 médicos, 20 dentistas, 28 farmacéuticos y 130 enfermeras.

hir2La acción inmediata que emprendieron los médicos y personal de emergencia de Hiroshima poco después del gran desastre fue brillante e impresionante. Solamente en la ciudad debieron atender a 100 mil pacientes que precisaban de tratamiento urgente. Un puñado de médicos tratando de vérselas “con la inmensa necesidad de la desolada Hiroshima. Hubo un joven dentista que se suicidó de pura desesperación. Se había unido al trabajo de socorro a pesar de sufrir diversas fracturas en las manos y quemaduras en la mitad de su cuerpo. Se agotó y sufrió una crisis nerviosa.”[8]

Entre la diversa información que los propios médicos fueron sistematizando, se encuentra el Historial de Atención Médica de la Bomba Atómica, un proyecto de investigación que consistió en un cuestionario dirigido a todos los médicos de Hiroshima. De las respuestas, una larga nómina de nombres y descripciones mayormente fatales, citamos aquí los siguientes dos relatos:

Nobuo Satake, fallecido (Fujimicho 2-chome; 1,1 km [de distancia del epicentro de la bomba]). Se encontraba en Fujimicho 2 en el momento de la explosión. Sufrió una herida externa en la cabeza. Había trabajado a tiempo parcial durante años y, desde aquel día, continuó ofreciendo el tratamiento médico necesario para el socorro del personal del depósito de ropa. El 7 de septiembre su mujer murió por síntomas de radiación. Alrededor del 10 de septiembre él también desarrolló múltiples síntomas derivados de la misma causa (por ejemplo, pérdida de cabello, hemorragias subcutáneas, fiebre) y fue obligado a dejar de prestar ayuda de emergencia. Los síntomas continuaron alrededor de tres semanas más.[9]

Kunitami Kunitomo, fallecido (Hakushima-kukencho; 1,7 km). Se encontraba en su domicilio en el momento de la explosión. Quedó sepultado bajo la casa (la casa entera y el mobiliario se incendiaron), pero logró arrastrarse y escapó hasta la orilla del río que había detrás, donde pasó la noche. A partir del día siguiente (7 de agosto), vistiendo aún una camisa ensangrentada, comenzó a socorrer a las víctimas en el puesto de primeros auxilios situado en el puente de Kanda. Alrededor de cuatro meses después, se mudó a Etajima, una isla de la bahía de Hiroshima. A sus heridas iniciales siguieron otros síntomas: fatiga general, pérdida de apetito, caída del cabello y una intensa comezón en todo el cuerpo. A partir de la primavera de 1948, le aparecieron eccemas de color rojo-púrpura y úlceras en la piel; los síntomas se trataron de diversas formas. Finalmente murió por síntomas de la radiación en marzo de 1949. (Información suministrada por su familia.)[10]

Como lo demuestran estos ejemplos, los médicos de Hiroshima se sumaron al socorro de manera inmediata a pesar de sufrir heridas o la pérdida de familiares queridos. El aspecto de aquellos puestos de primeros auxilios nos llega a través de las memorias del mencionado doctor Yoshimasa Matsusaka, directivo por aquel entonces de la Asociación Médica de la Prefectura de Hiroshima:

Escapé a la muerte de milagro pero pensé que debía ayudar a los indefensos ciudadanos que habían resultado heridos. No podía andar por mi propio pie y mi hijo, estudiante de medicina en aquella época, me llevó cargado a la espalda hasta el puesto de policía del Este. Allí sacó una silla y me sentó en ella. Después izó la bandera del sol naciente en un poste que había junto a nuestro improvisado puesto de socorro. En ese momento comenzamos nuestro trabajo junto a tres de mis enfermeras y a otra gente del vecindario que estaba en condiciones de ayudar. (Cuando buscamos refugio lejos de las posibles zonas del bombardeo, mi familia guardó en una maleta un uniforme de guarda voluntario, un casco contra incendios, un reloj, dos mil yenes, un par de tabi y una bandera imperial; todos esos artículos resultaron muy útiles.)

Aunque se le llamaba ayuda médica, lo cierto es que todos los medicamentos almacenados se habían quemado. En el puesto de policía apenas había un poco de mercurocromo y aceite. En caso de necesidad, sólo podía aplicar el aceite en las quemaduras y mercurocromo en las heridas abiertas de aquella ingente cantidad de gente malherida que se congregaba allí.[11]

El doctor Fumio Shigetô arribó a Hiroshima para ocupar el puesto de director del Hospital de la Cruz Roja a finales de julio de 1945, justo una semana antes del día de la explosión. “Estuvo expuesto a la bomba y resultó herido mientras esperaba en la cola del tranvía. Sufrió heridas leves provocadas por el intenso destello. En cualquier caso, no puedo guardar reposo como hicieron el resto de las víctimas. En el espacio abierto que hay frente a su hospital, apilaban cada día miles de cuerpos muertos y allí mismo los incineraban. Tuvo que continuar con su trabajo dirigiendo a los médicos y a las enfermeras, afectados todos ellos por la bomba, encargados de atender a los moribundos. Por si fuera poco, el edificio del hospital sufrió graves daños. El doctor Shigetô es un hombre de acción, corpulento y con un gran corazón. Tiene rasgos de campesino y una voz profunda y sincera. Tuvo que trabajar de forma asombrosa e inagotable durante los primeros días que siguieron a la explosión de la bomba. A pesar de todo, encontró el tiempo suficiente para estudiar los efectos aún desconocidos de la bomba atómica. El poco tiempo que podía hurtar a sus obligaciones en el hospital lo dedicaba a sus investigaciones, a visitar el área bombardeada, a recoger piedras y tejas quemadas. (…) el doctor Shigetô reunió todos esos materiales con sus propias manos y recursos. En un impresionante acto de extraña y emocionante amistad, un anciano víctima de la bomba donó todos los huesos afectados de su cuerpo para la investigación médica.”[12]

Shigetô, interesado por la radiología en sus años de estudiante, descubrió que las placas almacenadas en el sótano del hospital habían quedado claramente expuestas a la radiación de la bomba. Fue así uno de los primeros japoneses que reconoció su naturaleza radioactiva.[13] “Desde entonces hasta hoy, ha continuado investigando al mismo tiempo que se ha consagrado al tratamiento de los pacientes. Acumula experiencia y observaciones médicas y no deja de sumar nuevos descubrimientos que le ayudan a determinar la naturaleza de las enfermedades derivadas de la radiación atómica y a combatirlas. Al principio, pensaba que dichas enfermedades se podrían curar en el transcurso de los años, hasta que descubrió que la leucemia era una de ellas. Con toda seguridad, la agresión atómica ha sido uno de los mayores desastres acaecidos a la humanidad y no existe forma de saber cómo afecta la radiación al cuerpo humano, aparte de los descubrimientos realizados en el laboratorio y en el curso de las distintas situaciones clínicas actuales. Pasaron siete años de investigación constante y concienzuda antes de que se pudiera demostrar una conexión firme entre los casos de leucemia y la radiación. (…) En su opinión, y como resultado del contacto que mantiene actualmente con los pacientes, la conexión entre radiación y cáncer está clara.»[14]

El doctor Shigetô, como director del Hospital de la Bomba Atómica, es probablemente el hibakusha más nombrado y más admirado de los Cuadernos de Hiroshima. Es el hombre que más cerca estuvo de las víctimas de la bomba atómica, y que más regularmente trabajó para llevar a cabo políticas de ayuda responsables. Se refiere a sí mismo como un pañuelo usado: “sirve para filtrar los propósitos políticos y los separa de los esfuerzos concretos de ayuda, de manera que el efecto sobre los pacientes sea pura y exclusivamente humano.”[15]

Es en personas como el doctor Shigetô donde Kenzaburo Oé encuentra la “verdadera Hiroshima”.[16] Encuentra en él la dignidad “de una persona pura, sin pretensiones. (…) [que] se esfuerza a cada momento para dar lo mejor de sí mismo sin pedir nada ni confiar en las autoridades externas.”[17] “Este tipo de genuinos humanistas eran los que hacían falta en Hiroshima aquel verano de 1945. Afortunadamente, allí estaban en aquel momento. Ellos constituyeron la primera razón para la esperanza de sobrevivir en mitad del más desolado y yermo paisaje que haya contemplado nunca la experiencia humana.”[18]

Cicatrices queloides de Kiyoshi Kikkawa. 1947. Estuvo hospitalizado hasta 1951. Fue nombrado "Víctima Nº 1 de la Bomba-A" por la prensa estadounidense. Tan solo un número.
Cicatrices queloides de Kiyoshi Kikkawa. 1947. Estuvo hospitalizado hasta 1951. Fue nombrado «Víctima Nº 1 de la Bomba-A» por la prensa estadounidense. Tan solo un número.

La engañosa confianza en la fortaleza humana

No había nadie que no estuviera convencido de que los bacteriólogos encontrarían el modo de aniquilar al nuevo germen, lo mismo que lo habían encontrado en el pasado en el caso de otros gérmenes.
Jack London (La peste escarlata)

Hay cierto tipo de humanismo, dice Oé, que “tiene que ver con un tipo especial de confianza en la capacidad de resistencia del ser humano.” Oé confiesa sentir antipatía ante ese humanismo, que a su entender iluminó los espíritus de los intelectuales y políticos norteamericanos que llevaron adelante el Proyecto Manhattan.

“Es un humanismo que razona de la siguiente manera: si se lanza una bomba absolutamente letal sobre Hiroshima, se desatará un infierno perfectamente predecible desde el punto de vista científico. Sin embargo, ese infierno no será tan absolutamente desastroso como para borrar de una vez para siempre todo lo que hay de bueno en la sociedad humana. No impedirá en ningún caso la posibilidad de recuperarse. De esa forma la humanidad no se verá obligada a despreciarse simplemente al pensar en ello. No será un infierno continuo, sin una salida; tampoco un mal tan devastador que impida al presidente Truman volver a conciliar el sueño cuando piense en ello. Después de todo, es seguro que en Hiroshima habrá gente capaz de transformar ese infierno en algo lo más humano posible (…) Sospecho que quienes planearon la bomba atómica pensaban de una forma parecida.”[19]

La firme confianza en la fortaleza humana es un elemento que política y militarmente tiene que haber sido considerada por los Estados Unidos al ordenar un ataque nuclear sobre Japón: “cuando tomaron la decisión final, confiaron en la fortaleza humana de su enemigo. Esa fortaleza les iba a permitir arreglárselas con el infierno que se iba a desatar nada más arrojar la bomba. Si ése fue su pensamiento, el suyo era un humanismo de lo más paradójico.”[20]

Ahora supongamos, por un instante, que la bomba atómica hubiese sido arrojada sobre el Congo, Haití o Buenos Aires, poblaciones con menor infraestructura, integración y “sentido del honor e independencia”.[21] “De entrada habría muerto una enorme cantidad de gente de manera instantánea; después, los supervivientes heridos y forzados a aceptar una rendición total habrían continuado muriendo durante muchos meses. Se habrían producido epidemias y la peste habría proliferado entre las ruinas desoladas. La ciudad entera se habría convertido en una tierra yerma donde los seres humanos habrían perecido sin interrupción ni posible socorro.”[22]

Tal vez esta gente que “cree que en este mundo la armonía y el orden humano al final siempre recuperan el equilibrio” piensan así evitando el remordimiento. Sin embargo, “el intento de concederle un valor positivo como medio para acabar con la guerra de forma inmediata, no llevó ni siquiera la paz a los espíritus de los aviadores encargados de transportar la bomba a su destino. La bomba atómica personificó el mal absoluto de la guerra y trascendió distinciones menores como la de japoneses o aliados, atacantes o atacados.”[23]

Apéndice: la basurita de Kenzaburo Oé.

En abril de 2004, Kenzaburo Oé presentó su novela Salto mortal en la Casa de Asia de Barcelona, y el excelente cronista Juan Villoro estuvo allí. [24] Nos cuenta Villoro que lo primero que Oé manifestó en dicha oportunidad fue su gusto por presentar el libro en la Sala Tagore, el escritor favorito de su madre. También nos cuenta que cuando Oé recibió el Premio Nobel, “un equipo de televisión viajó a la remota aldea donde vivía su madre para conocer sus impresiones. La señora Oé dijo con orgullo que el Premio Nobel había sabido distinguir el genio de Tagore. Sorprendido, el entrevistador comentó que también lo habían obtenido dos japoneses, uno de ellos hijo suyo. Ella respondió: Kawabata no me interesa; en cuanto a Oé, es una basurita.

Durante esa conferencia y en una tertulia posterior, varias veces aparecería en el discurso de Oé la figura tutelar de su madre. Y fue en esa reunión posterior, ante una veintena de personas, que Oé confesó por primera vez este hecho autobiográfico que lo ligó para siempre a Hiroshima. Cuando Oé era un niño, “su madre mantuvo una relación con una mujer más joven. En el Japón de la época podía pensarse que se trataba de una relación ilícita, sonrió el novelista. Después de un tiempo la joven decidió casarse y se mudó a Hiroshima. Como regalo de despedida, la madre de Oé le dio un pino italiano. El niño no olvidó ese árbol insólito, de madera rojiza. Cuando la bomba cayó en Hiroshima, la madre tomó un bote para buscar a su amiga, río arriba. En el sitio donde ella había vivido, encontró un erial sin rastros. A su regreso, Oé fue a recibir a la madre al puerto. La vio llegar bañada en lágrimas y le preguntó con sorna: ¿encontraste el pino italiano?”

Por eso, explicó Oé esa noche, su madre lo llamó basurita cuando recibió el Premio Nobel. Por ese viejo rencor que tiene a la bomba como epicentro atómico del relato. Recién cuando Oé tuvo un hijo discapacitado, y su madre se ofreció a cuidarlo, rompieron un distanciamiento de años. De alguna manera, el amor proscrito de la madre, el sufrimiento de la pérdida y el rencor infantil del propio cronista son otro rostro de la misma tragedia.

Esta historia, que involucra al mismo cronista, cierra este puñado de crónicas sobre superación y dignidad humana. Oé se dedicó a retratar las “vidas rotas” de Hiroshima, y se convirtió en un altavoz de los hibakusha. Dedicó una porción significativa de su vida a contar el destino de los sobrevivientes, y entre esos relatos se encontró a sí mismo, y a un pino rojizo que calcinó la bomba.

La lucha continúa. El 9 de marzo de 2013 Kenzaburo Oé (abajo, a la derecha) participa activamente de una manifestación anti nuclear en Tokio.
La lucha continúa. El 9 de marzo de 2013 Kenzaburo Oé (abajo, a la derecha) se une a una manifestación anti nuclear en Tokio.

 


 

[1] Kenzaburo Oé. Cuadernos… p. 115.
[2] Kenzaburo Oé. Cuadernos… p. 34.
[3] Kenzaburo Oé. Cuadernos… p. 34.
[4] Kenzaburo Oé. Cuadernos… pp. 97-98.
[5] Kenzaburo Oé. Cuadernos… p. 79.
[6] Kenzaburo Oé. Cuadernos… pp. 88-89.
[7] Kenzaburo Oé. Cuadernos… p. 126.
[8] Kenzaburo Oé. Cuadernos… p. 127.
[9] Kenzaburo Oé. Cuadernos… pp. 130-131
[10] Kenzaburo Oé. Cuadernos… pp. 131-132.
[11] Kenzaburo Oé. Cuadernos… pp. 132-133.
[12] Kenzaburo Oé. Cuadernos… pp. 45-46.
[13] El velado de las películas fotográficas fue uno de los argumentos esgrimidos por el físico atómico japonés Yoshio Nishina para confirmar que las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki eran armas nucleares. Kenzaburo Oé. Cuadernos… p. 205.
[14] Kenzaburo Oé. Cuadernos… pp. 46-47.
[15] Kenzaburo Oé. Cuadernos… p. 79.
[16] Kenzaburo Oé. Cuadernos… p. 58.
[17] Kenzaburo Oé. Cuadernos… p. 109.
[18] Kenzaburo Oé. Cuadernos… p.137.
[19] Kenzaburo Oé. Cuadernos…pp. 124-125.
[20] Kenzaburo Oé. Cuadernos…p. 125.
[21] Kenzaburo Oé. Cuadernos…p. 170.
[22] Kenzaburo Oé. Cuadernos…p. 125.
[23] Kenzaburo Oé. Cuadernos…p. 123.
[24] Juan Villoro. «Las dos versiones de Oé». Letras Libres: http://www.letraslibres.com/revista/tertulia/las-dos-versiones-de-oe

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